Revista Avance
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Apuntes de un viaje al universo microscópico de la agricultura

Estación Holobioma

Un nuevo punto de partida

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por Julio Ferdman

De viaje con nosotros, el Dr. Luis Wall (Investigador principal. Biología y bioquímica del suelo (Conicet))

 

Sin salida

Es tanto lo que hay para mirar mientras el tren se mueve que se hace difícil detener la cabeza para razonar cosa por cosa.

Apenas concluido el episodio de edición genómica que selló nuestra experiencia en el núcleo de una célula vegetal, partimos de regreso buscando una salida del territorio intracelular. Un camino que nos llevaría a través del citoplasma en medio de un enjambre de señales moleculares que sabíamos nos entorpecerían el tránsito, de modo que lo mejor fue hacerlo metidos en una vacuola de esas que las células utilizan para expulsar a través de sus paredes lo que no van a usar.

Gran acierto. Flexible, gelatinosa, extensa y de circulación garantizada por necesidad, la vacuola resultó ser el vehículo ideal. Incluidos en ese medio acuoso y semitransparente viajamos teniendo a la vista un doble espectáculo: el de los órganos celulares en plena faena productiva, y el de distintos compuestos moleculares yendo y viniendo en el medio citoplasmático; algunos en cumplimiento de una específica función y otros que iban sumándose al trayecto viajando hacia afuera con nosotros.

Pero “afuera” es un decir. Afuera de qué, habría que preguntar. Apenas se atraviesa la pared celular se encuentra uno en otro “adentro”. En nuestro caso, primero sumergidos en el fluido descendente del floema y luego expulsados desde la raíz al suelo, ese otro mundo, al que la luz del sol no llega sino en sus efectos fotosintéticos.

 

Mirar para entender, entender para mirar

Podemos ver en la oscuridad (una ventaja entre otras de los trenes imaginarios), pero está visto que con mirar no alcanza. Pegados todavía a los pelos de la raíz, convencidos de estar afuera de la planta que nos contuvo y más cerca ya de la dimensión humana del mundo, nos percatamos inmersos en el espacio intercelular de lo que pareciera ser una multiforme entidad viva. Deducimos que estamos en contacto visual directo con el microbioma del suelo. Esos consorcios bacterianos de diferentes especies que, en un promedio que superaría las 30.000, se desarrollan en conglomerados que funcionan como tejidos de un organismo multicelular compuesto. Lo confirmaríamos algo después, conversando con Luis Wall, quien atentamente ha aceptado sumarse a la cabina frontal.

El conocimiento que está generándose entre los integrantes de esa tribu de investigadores que, como en el caso de Wall, surcan el territorio de la microbiología del suelo obliga a mirar todo de nuevo.  Convencidos de que íbamos de salida, nos encontramos inmersos en el mismo micromundo vegetal objeto de la curiosidad que propulsa esta travesía, pero ante un nuevo punto de partida. Las bacterias, esas que nos mostraron el camino de la transgénesis y a editar con puntería el genoma vegetal, se nos revelarían ahora en el microbioma de las raíces como un órgano más de las plantas al que prestar especial atención si queremos entenderlas mejor, y obrar productiva -e inteligentemente- en consecuencia. Estamos -luego lo sabríamos- en la porción oscura de una entidad biológica mayor de la que bacterias y plantas forman indisolublemente parte. Esa que los biólogos llaman Holobioma.

 

Y aquí estamos entonces, con nuevos interrogantes apuntando otra vez hacia adentro (y hacia arriba), atentos a lo que nos iría diciéndonos Luis Wall. Para mejor mirar, ya se sabe, mejor contar con esa otra luz, la que aquel famoso poeta español llamara “la luz del entendimiento”.

 

Lo que hoy se sabe

Podemos dividir en dos partes lo que recordamos de esa conversación con Wall. Una general, con la que nos ilustra acerca de los procesos simbióticos que vinculan planta y microbioma, y otra que expresa lo que, atentos a lo que hoy se sabe, derivaría en una manera diferente de proceder en la agricultura. Aquí vamos.

 

Una nueva perspectiva

La biología de las plantas está cambiando. Las bases de la fisiología vegetal que se establecieron alrededor de los años 40 del siglo pasado, especialmente respecto de la nutrición, se fundaron estudiando las plantas mayormente en hidroponía. De ahí resultan los conocimientos acerca de la absorción de los nutrientes en forma de sales minerales desde las raíces. Ya para entonces, sin embargo, Hiltner, un fisiólogo alemán, había observado que alrededor de las raíces hay unas 100 veces más actividad biológica, concentración y densidad de microorganismos que en el resto del suelo. En los últimos años, los estudios microbiológicos y los de la biología molecular han ido aportando una nueva perspectiva a esas observaciones, en la que resulta de suma significación el intercambio simbiótico entre el microbioma y la planta.

 

Efecto rizosférico

En un gramo de suelo puede haber 100, 200 metros de filamentos de hongos y diez mil millones de bacterias; más bacterias que seres humanos en todo el planeta. Ese microbioma crece y se sostiene alrededor de las raíces debido a lo que se conoce, también desde fines del siglo pasado, como efecto rizosférico, producto de lo que se llama rizodeposición: las plantas liberan a través de sus raíces sustancias de las que se sirve la flora microbiana para su desarrollo y reproducción. Hoy sabemos que lo que hay en esa exudación activa no son desechos, sino compuestos (fotosintatos, aminoácidos, azúcares) que la planta sintetiza especialmente con ese fin y -ahora lo entendemos mejor- por su propia conveniencia.

Ya se sabía que hay especies bacterianas que actúan protegiendo a la planta de algunos patógenos (de ahí que hay suelos “supresivos” en los que las plantas no se enferman) y hoy también se sabe que las bacterias rizosféricas sintetizan fitohormonas que se integran al funcionamiento metabólico del individuo vegetal benefactor. Esas fitohormonas no les sirven a las bacterias; las producen a partir de la información genética que poseen contribuyendo a garantizar el desarrollo de la planta que las alimenta. Las bacterias hacen que la planta trabaje para ellas; y la planta, que las bacterias lo hagan para ella.

Holobiontes

Esa relación simbiótica no se reduce solo a la raíz. Hay bacterias que, traídas por los insectos que la visitan, ingresan al espacio intercelular desde la parte aérea de la planta y llegan a las hojas y las flores, adonde ingresan. Filtran los rayos ultravioletas, actúan como organismos de defensa, generan sustancias volátiles que actúan en distintos lugares de la parte aérea de la planta e inciden así, como señales volátiles, en el desarrollo vegetal. Algunas especies llegan incluso a formar parte de las semillas, garantizando la colonización posterior del suelo a partir de la siembra, además de las que las raíces atraigan luego por lo que les ofrece como alimento.

La ciencia recién está empezando a entender que ese vínculo virtuoso existe, y que las plantas son en realidad ‘holobiontes’ que funcionan de esa manera, integradas en ese complejo ecosistema que seguimos viendo, a simple vista, como una planta.

Verdades y consecuencias

Ya habíamos entendido que en el metabolismo de un individuo vegetal inciden tanto su mandato genético fundamental -desarrollarse, crecer y garantizar descendencia- como el manejo de su relación sincrónica con el ambiente en el que le toca hacerlo, siempre orientado a la supervivencia. Supimos hasta aquí durante el viaje que se han identificado procesos moleculares “núcleo-citoplasmáticos” -vías de señalización- que funcionan como un lenguaje y mantienen a la planta alerta, conectada con los estímulos ambientales de su contexto y en uso de sus recursos para responder en consecuencia; y que en ese ir y venir de señales moleculares, además de las proteínas, intervienen fitohormonas que activan diferentes respuestas metabólicas que, además, van dejando su huella en el genoma de la planta.

Bastaba que Wall nos hiciera notar que, entre otros servicios biológicos, las bacterias de las raíces sintetizan, precisamente, fitohormonas “dedicadas” que refuerzan la capacidad de respuesta ambiental de las plantas, para saber que teníamos que mirar todo de nuevo.

Especialmente si nuestro interés sigue siendo -y lo es- comprender por dónde avanza el conocimiento necesario para reorientar con inteligencia nuestras prácticas agronómicas, basadas en la domesticación de los cultivares que utilizamos.

 

Evolución

(Seguimos con LW)

Hoy podríamos afirmar que prácticamente cualquier bacteria que uno aísle de la raíz de una planta sana en su estado natural resultará ser una bacteria benéfica. Las plantas evolucionaron en ese intercambio simbiótico por una razón de conveniencia. El microbioma rizosférico, además de promover el crecimiento de las raíces, que liberan sustancias que lo favorecen, le facilita a su vez a la planta la absorción orgánica de los nutrientes y otros compuestos que ésta necesita.

Esta biología interactiva ocurre en las praderas o los bosques, sistemas naturales donde el hombre no ha entrado con la agricultura. Allí los sistemas no se agotan, siguen produciendo biomasa. Es cierto que no se cosecha, pero siguen desarrollándose porque en esos sistemas funcionan los ciclos de los elementos, que permiten reciclar el nitrógeno y el fósforo y, microbioma mediante, hacerlos orgánicamente disponibles para las plantas.

 

Involución

La humanidad desarrolló la agricultura sobre la base de aquel concepto de fisiología vegetal –que no deja de ser cierto- acerca de que para crecer las plantas necesitan tomar del suelo los nutrientes considerados indispensables y limitantes para su desarrollo. ¿Qué hizo la humanidad con la agricultura? Fabricó fertilizantes químicos, inorgánicos, para reponer lo que la cosecha se lleva y permitir que se pueda seguir cultivando. El concepto con el que nos manejamos hoy es que si uno no fertiliza y cultiva intensivamente un suelo agrícola, a lo largo del tiempo se agota. De allí que el uso de fertilizantes de síntesis química generara una revolución agrícola desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días.

Pero esa otra capacidad de las plantas de tomar el nitrógeno y el fósforo de la materia orgánica del suelo a través de este microbioma es algo que no se conocía. Ahora lo vemos y podemos comenzar a medirlo. Lo que ocurre entonces es que cuando la agricultura fertiliza artificialmente los suelos, la disponibilidad inmediata del nitrógeno y el fósforo desde los nutrientes minerales hace que toda esa biología necesaria para la nutrición natural de las plantas a partir de la materia orgánica del suelo sea innecesaria. En otras palabras, la nutrición mineral de alguna manera ha venido modificando la capacidad de interacción de la planta con la microbiología del suelo. 

Un cambio de paradigma

Las especies domesticadas que cultivamos poseen en las raíces una menor carga de organismos probióticos y una mayor de potenciales patógenos. Fue ocurriendo así porque había aspectos de la microbiología del suelo que hasta ahora no se conocían. Lo racional y posible es tratar de revertir eso, ir hacia una agricultura menos dependiente de agroquímicos -fertilizantes y sustancias de control de enfermedades- y, mediante el manejo de esa microbiología, más ligada a los procesos naturales del suelo.

Ese retorno a lo natural -aun en la agricultura comercial de gran escala- es hoy la tendencia. Pero ahí estamos en un problema, porque los sistemas actuales son productivos a fuerza de fertilizantes; si los quitamos de golpe, dejaríamos de obtener los rendimientos que la humanidad necesita. Y no es porque el suelo sea incapaz de generar fertilidad biológica propia. No. Hay que darle tiempo para que el sistema se reacomode y hacer las cosas para que esa biología y microbiología del suelo vuelva a funcionar del modo en que la naturaleza la ha ido seleccionando evolutivamente.

Eso implica un cambio de paradigma: pasar gradualmente de una agricultura de insumos a una de procesos, sustituyendo los insumos químicos con otros biológicos o bioinsumos, pero conscientes de que, de estos, los más efectivos serán los que faciliten -incluso desde la semilla- el enriquecimiento del microbioma de las raíces y la readaptación de los cultivares para su aprovechamiento.

Retroceder para avanzar, avanzar para retroceder

 

Vini, vidi… entendí

Está visto. No alcanza con decir conservemos la biodiversidad. El status de los convivientes bióticos de un cultivar productivo no es parejo. No es lo mismo el servicio que puede prestar una abeja a la reproducción sexual de una especie o variedad determinada -cosa que hará como “sin querer”, buscando su propia comida- o el estímulo de una mariposa que agite sus alas parada sobre una hoja, que el que bacterias y plantas se brindan mutuamente. En esa vinculación simbiótica habría un entendimiento biológicamente “consciente”, un intercambio de productos basado en señales que ambos sistemas biológicos “entienden” y al que responden materialmente de acuerdo a cómo vaya cimentándose ese código compartido en el genoma de cada reino.

Si al principio advertíamos que lo que nos dice la microbiología nos obligaba a mirar todo de nuevo, pues con las últimas palabras que registramos de lo que Wall nos ha estado diciendo lo confirmamos doblemente. Por un lado, por lo que le toca a la agricultura como práctica en ese cambio de paradigma; y por otro, por lo que les cabe a las ciencias que generan el conocimiento necesario para entenderlo desde adentro.

Una recarga de baterías

La ayuda que las bacterias puedan prestarle a las plantas dependerá en definitiva del uso que estas puedan hacer de ello. Es la planta la que administrará ese nitrógeno, ese fósforo o esas fitohormonas. Lo hará según aptitudes generales de su condición vegetal, pero también de su especie y aun de su variedad. Todo indicaría que el reentrenamiento necesario para que el genoma, que cifra su identidad filogenética particular, incorpore (o rescate) aptitudes de adaptabilidad y resistencia autónomas y efectivas supone una gimnasia asistida en la que el diálogo biológico entre plantas y bacterias resulta de aleccionadora orientación. En ese holobioma, después de todo, es la planta la usina que transforma la luz en materia orgánica para que todos sus aliados vivan. Incluso (o especialmente) los que habitan las oscuridades del suelo.

La curiosidad recarga las pilas. Volvemos a poner proa desde la cabina trasera, ahora de nuevo la frontal. Tenemos ahí compañía. Una mesa de biólogos moleculares e ingenieros genéticos a la que invitamos a Wall a sentarse. Bienvenidos los microbiólogos. Los interrogantes se suman. Esta aventura continuará.

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