Bioenergía y desarrollo desde la caña de azúcar
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La caña de azúcar como fuente de energía
La caña de azúcar es el cultivo más eficiente del mundo en términos de energía por hectárea. Esto no es un eslogan: son cálculos objetivos que comparan su desempeño con el de otros cultivos como maíz, sorgo, remolacha o soja. Cuando se mide el balance energético, la caña devuelve entre 8 y 10 unidades de energía por cada unidad que invertimos en plantarla, cosecharla y procesarla. Ningún otro cultivo logra eso. El maíz, por ejemplo, en Estados Unidos devuelve entre 1,5 y 2, apenas por encima de lo que gasta.
En Brasil, aprendimos a ver la caña no como un producto único, sino como un sistema completo. De un mismo tallo sacamos azúcar, alcohol y electricidad. Eso nos da resiliencia. Si el precio internacional del azúcar baja, podemos derivar la caña hacia etanol. Si la demanda de electricidad crece, podemos usar el bagazo y la paja para generar energía en calderas de alta presión que alimentan el sistema eléctrico. Esa posibilidad de movernos entre productos nos permitió sobrevivir en momentos difíciles y aprovechar oportunidades cuando aparecieron.
El etanol en particular fue una respuesta a la crisis del petróleo de los años setenta. El Proálcool (Programa Proalcohol) se lanzó en 1975, cuando Brasil importaba casi todo el petróleo que consumía y se vio golpeado por el aumento de precios internacionales. En aquel momento, el objetivo era claro: sustituir parte de esa dependencia con un combustible que pudiéramos producir en casa.
No fue un camino fácil. Al principio tuvimos problemas serios: faltaban destilerías, la infraestructura de distribución no estaba lista, y la gente dudaba en usar un combustible nuevo. Muchos recordarán que en aquellos años había escasez en las estaciones, y no siempre se conseguía etanol. A veces se lo mezclaba de forma inadecuada y los motores sufrían.
Pero esos tropiezos enseñaron. Se desarrollaron vehículos adaptados, primero con motores preparados solo para alcohol, después con los sistemas flex fuel que hoy son comunes en Brasil. Se invirtió en logística, se crearon reglas de mezcla obligatoria, y poco a poco el etanol ganó confianza en la población.
El resultado fue que, con el tiempo, el etanol dejó de ser un combustible “alternativo” y pasó a ser parte natural de la matriz energética. Hoy se puede cargar indistintamente gasolina o etanol en las estaciones de servicio, y el consumidor elige según el precio y su conveniencia. Y esa competitividad no se sostiene con subsidios, sino con la propia eficiencia de la caña: es un producto que se defiende solo frente al petróleo, incluso en mercados abiertos.
Esa historia muestra que la caña no es solo un cultivo agrícola. Es una fuente de energía que demostró en la práctica su capacidad de transformar una economía dependiente del petróleo en una economía más diversificada, resiliente y sustentable.
Diversificación y desarrollo sostenible
El camino de la caña no se quedó en la seguridad energética. Con el tiempo, la prioridad cambió. Hoy, lo que está en juego es la descarbonización, la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. En este punto, la caña tiene una ventaja decisiva: el etanol reduce más del 70% de las emisiones respecto de la gasolina, y cuando usamos tecnologías de segunda generación, esa reducción se acerca al 90%.
En Brasil creamos RenovaBio, un programa que evalúa el ciclo de vida del combustible. Cada planta recibe una nota que refleja cuánto carbono evitó en comparación con la gasolina. Ese número se traduce en créditos de descarbonización, llamados CBIOs, que se negocian en la bolsa de valores. Así, un productor puede ganar no solo por la venta del etanol, sino también por los beneficios ambientales certificados que generó.
Esto es importante porque convierte al medio ambiente en un valor económico real. No es un discurso, no es un marketing verde. Es un ingreso concreto, auditable y basado en datos. Y eso da transparencia al sistema y confianza a los consumidores y a los países importadores.
Pero la contribución de la caña no se limita al carbono. En Brasil, el sector emplea directamente a más de 700 mil personas e indirectamente a más de dos millones. En regiones cañeras, los ingenios no son solo fábricas: son polos de desarrollo que atraen talleres, proveedores, empresas de transporte, universidades y centros de investigación. Ciudades enteras cambiaron su infraestructura y sus oportunidades gracias a la caña.
Puedo citar el caso de Ribeirão Preto, en São Paulo. Era una ciudad agrícola, con pocas industrias, y hoy es un centro tecnológico vinculado a la agroindustria de la caña. Lo mismo pasó en Piracicaba, donde se instaló el centro de tecnología Canasvieira, que es referencia mundial. Estos ejemplos muestran cómo un cultivo puede generar ecosistemas completos de innovación y empleo.
Además, la caña es una garantía contra la volatilidad de los mercados. Cuando el precio del azúcar cae, el productor puede volcar su caña a etanol. Cuando la electricidad paga más, el bagazo se transforma en energía y entra al sistema interconectado. Esa flexibilidad es única: ningún otro cultivo ofrece la posibilidad de reconvertirse con tanta rapidez.
Esa diversificación también protegió al país. En años de crisis del petróleo o de fuertes subas internacionales, Brasil pudo amortiguar el golpe con el etanol. En otros momentos, cuando el mercado azucarero estaba en baja, la bioelectricidad sostuvo a muchos ingenios. Y cuando llegaron las discusiones globales sobre cambio climático, ya teníamos un sistema en marcha que podía demostrar reducciones reales de emisiones.
Por eso insisto: la caña de azúcar no es solamente azúcar. Es energía, es trabajo, es carbono evitado, es desarrollo regional. Es un modelo de diversificación que le da estabilidad al productor y fortalece a las comunidades rurales, al mismo tiempo que responde a demandas globales de energía limpia.
Innovación tecnológica
La caña de azúcar no es un cultivo estático. Al contrario, ha sido escenario de una enorme transformación tecnológica que nos permitió llegar hasta aquí y que sigue abriendo nuevas fronteras. El primer gran salto fue entender que la caña no era solo azúcar y alcohol, sino también energía. El bagazo, que antes se consideraba un residuo de bajo valor, se convirtió en un insumo estratégico para la cogeneración eléctrica. Hoy en Brasil, miles de megavatios se inyectan en la red nacional gracias a calderas de alta presión que funcionan con bagazo de caña.
El segundo salto es el etanol de segunda generación, que llamamos 2G. ¿Qué significa? Que ya no trabajamos solo con el jugo de la caña, sino también con la celulosa presente en la maloja y en el bagazo. Durante décadas se sabía que la celulosa contenía azúcares, pero eran azúcares encerrados en una estructura difícil de romper. La innovación llegó con enzimas y procesos de hidrólisis que permiten liberar esos azúcares y fermentarlos en alcohol.
Hoy existen en Brasil plantas comerciales que producen etanol 2G. No son proyectos de laboratorio ni promesas: son unidades funcionando, integradas a destilerías tradicionales. Cada una de estas plantas aumenta en un 40 o 50% la producción de etanol por hectárea de caña. Es decir, aprovechamos la misma tierra, el mismo cultivo, pero obtenemos mucho más combustible. Eso es eficiencia y sostenibilidad.
La biotecnología también transformó el cultivo. En los últimos años, surgieron variedades de caña resistentes a plagas específicas como el barrenador y a enfermedades que antes causaban grandes pérdidas. También se avanzó en materiales tolerantes a sequías prolongadas, una necesidad cada vez más urgente en el contexto del cambio climático. Estas variedades no solo reducen el uso de agroquímicos, sino que aumentan la estabilidad de la producción en condiciones adversas.
En paralelo, la mecanización del corte cambió por completo la lógica del trabajo en el campo. Antes se dependía de grandes cuadrillas de trabajadores para cortar manualmente, con todos los problemas sociales y laborales que eso implicaba. Hoy, la cosecha mecanizada es la norma en las principales regiones cañeras, con máquinas que cortan, pican y cargan la caña en un solo paso. Esto permitió aumentar la productividad y mejorar las condiciones de trabajo.
Otro avance clave es la digitalización. En la actualidad, los campos de caña están equipados con sensores, sistemas de posicionamiento satelital y software de gestión. Podemos saber, en tiempo real, qué lote está rindiendo más, cuál tiene problemas de plagas, dónde conviene cosechar primero. La industria también se digitalizó: los ingenios cuentan con sistemas de control que ajustan procesos minuto a minuto para optimizar consumo de vapor, eficiencia energética y calidad del producto final.
Esto tiene un efecto directo en la trazabilidad. Hoy podemos seguir el recorrido de la caña desde el lote hasta el surtidor, registrando cuánta energía se usó, cuántas emisiones se evitaron y qué balance ambiental presenta cada litro de etanol. Esa información no es un lujo, es una exigencia de los mercados internacionales. Europa, Japón, Estados Unidos: todos piden garantías de sostenibilidad verificables. Y Brasil puede ofrecerlas gracias a esta combinación de biotecnología y digitalización.
Quiero subrayar algo: todo este proceso de innovación no lo hizo un único actor. Fue el resultado de la interacción entre productores, ingenios, universidades, centros de investigación y el propio Estado. El Centro de Tecnología Canasvieiras (CTC), por ejemplo, es un referente mundial en mejoramiento genético y biotecnología aplicada a la caña. Empresas privadas desarrollaron enzimas y procesos para el etanol 2G. Y las políticas públicas ayudaron a escalar esas tecnologías.
Lo que vemos es que la caña de azúcar, lejos de ser un cultivo tradicional condenado a la obsolescencia, se convirtió en uno de los laboratorios de innovación más activos del sector agrícola. Cada paso amplía el potencial del mismo cultivo: más energía, más productos, menos emisiones, más competitividad. Y lo más interesante es que no se trata de promesas para dentro de veinte años. Son tecnologías que ya están operando hoy, con resultados concretos.
Mercados y visión regional
El futuro de la bioenergía no depende solo de lo que hagamos puertas adentro. Depende también de cómo se mueven los mercados internacionales y de cómo América del Sur puede posicionarse en ese escenario.
Hoy vemos que la demanda por combustibles renovables está creciendo en todo el mundo. Europa, por ejemplo, estableció metas muy estrictas de reducción de emisiones para 2030 y 2050. Eso significa que los países europeos no pueden seguir dependiendo únicamente de fósiles y están obligados a incorporar biocombustibles en su matriz. Asia también avanza: Japón y Corea del Sur tienen programas de mezcla de etanol, y China está evaluando cómo ampliar su consumo de bioenergía para reducir la contaminación urbana y la dependencia del carbón.
Este interés global no es teórico: se traduce en contratos, en exigencias y en oportunidades. Brasil ya exporta etanol certificado a Estados Unidos, a Japón y a Europa. Y lo hace con estándares ambientales muy estrictos, que incluyen trazabilidad desde el campo hasta el consumidor. Esa capacidad de demostrar con datos el impacto positivo del etanol es lo que abre mercados y genera confianza.
Pero también hay desafíos. Muchos países desarrollados aplican barreras arancelarias o técnicas que dificultan la entrada de biocombustibles del sur. Esas barreras suelen disfrazarse de requisitos ambientales, pero en realidad protegen intereses internos. El riesgo es que, en vez de promover una transición global justa, se termine consolidando un mercado fragmentado donde solo algunos pueden exportar. Por eso, la diplomacia y las políticas de integración regional son tan importantes.
América del Sur tiene ventajas enormes: clima, tierras fértiles, tradición agrícola, disponibilidad de mano de obra calificada. No obstante, cada país debe encontrar su propio camino. Argentina, por ejemplo, tiene una fuerte tradición en biodiésel de soja, además de potencial en caña en el norte. Paraguay tiene condiciones para producir bioetanol con maíz y caña. Colombia también está desarrollando un programa robusto de etanol. Cada realidad es distinta, pero todas comparten la oportunidad de insertarse en los mercados internacionales de energía limpia.
Lo fundamental es comprender que no se trata de copiar el modelo brasileño. Copiar nunca funciona. Lo que sirve es tomar las lecciones aprendidas y adaptarlas a la realidad de cada país. En Brasil cometimos errores: hubo momentos de exceso de producción sin mercado, hubo plantas que quebraron, hubo cambios bruscos de reglas de juego. Pero lo que marcó la diferencia fue la continuidad de políticas a lo largo de distintos gobiernos. RenovaBio, por ejemplo, fue votado con amplio consenso en el Congreso. Esa continuidad es lo que da confianza a los inversores y permite que el sector se consolide.
Si América del Sur quiere aprovechar esta oportunidad, tiene que pensar en políticas de Estado que trasciendan a los ciclos electorales. El productor no puede invertir en una destilería que va a funcionar treinta años si no tiene la seguridad de que las reglas van a durar más que un mandato de cuatro. La estabilidad institucional es un requisito tan importante como el clima o la tierra.
Además, la integración regional puede multiplicar las oportunidades. Imaginen lo que significaría un mercado sudamericano de biocombustibles, con normas armonizadas, certificaciones compartidas y capacidad de negociación conjunta frente a Europa o Asia. Seríamos mucho más fuertes como bloque que como países aislados.
La demanda existe y va a seguir creciendo. Lo que falta es la decisión política de ocupar ese espacio con inteligencia, coordinación y visión de largo plazo. América del Sur no debería resignarse a ser solo exportadora de commodities agrícolas. Puede y debe ser protagonista de la transición energética global, ofreciendo biocombustibles de calidad, con sustentabilidad certificada y con desarrollo social en el territorio.
Reflexión final
Después de más de cuatro décadas dedicadas a estudiar y trabajar en este sector, tengo una convicción que no ha cambiado: la caña de azúcar seguirá siendo protagonista en la transición energética. Y lo será porque reúne tres condiciones que pocas materias primas logran al mismo tiempo: productividad, sustentabilidad y desarrollo social.
La productividad es evidente. La caña es la fuente más eficiente de energía renovable por hectárea, y cada avance tecnológico amplía todavía más ese potencial. La sustentabilidad está comprobada: los balances de carbono muestran reducciones superiores al 70% frente a los combustibles fósiles, y con el etanol de segunda generación podemos llegar a 90%. Y el desarrollo social es visible en cada región cañera, donde la bioenergía transformó economías rurales, generó empleo y construyó infraestructura.
Sé que la transición energética no va a depender de una sola solución. Habrá espacio para la electrificación, para el hidrógeno, para distintas tecnologías. Pero la caña ya demostró algo que muchas de esas soluciones todavía no han podido demostrar: que funciona en escala, que es competitiva en precio, y que puede integrarse de inmediato en el mercado. Eso le da un valor único.
También sé que este camino no se recorre en soledad. Brasil pudo avanzar porque hubo productores comprometidos, investigadores innovadores, empresas que arriesgaron capital y políticas públicas que garantizaron continuidad. La lección es clara: ningún país puede apostar a un futuro energético renovable si no construye consensos de largo plazo.
Por eso creo que el futuro de la caña no es solo brasileño. Es regional. Es una oportunidad compartida por Argentina, Paraguay, Colombia y todos los países que tienen condiciones para producir bioenergía. Y es también una contribución de América del Sur al mundo: ofrecer energía limpia, de bajo carbono, basada en agricultura y en innovación tecnológica.
La invitación es a pensar más allá de los ciclos electorales, a imaginar políticas de Estado que trasciendan gobiernos y que den seguridad al productor y al inversor. La caña de azúcar demostró que puede ser puente entre el campo y la industria, entre la economía y el ambiente, entre el presente y el futuro.
Y mi convicción es que, si trabajamos con visión y cooperación regional, la caña no solo seguirá siendo protagonista: se convertirá en un símbolo de que la transición energética puede ser competitiva, inclusiva y sustentable al mismo tiempo.






